10º FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO
La fascinación de perderse entre tantos corredores abarrotados de libros de todo tipo y la idea de poder comprarlos a bajo precio, fue lo que inicialmente me cautivó. Todo siempre empieza con un móvil. Una primera idea que nos impulsa por sobre toda lógica. Ahí estaba la Feria en el Jockey Plaza, hermosa, nutrida y tentadora. También estaba yo, maldiciendo el raquitismo de mi billetera frente a los libros que otra vez, no podré comprar: ¡Ian McEwan, Bolaño y Calasso, perdónenme!
El principal atractivo, según la crítica especializada, son los invitados. Lo cual no es raro, con los precios casi imposibles de algunas –acaso las mejores– ediciones. Valgan verdades, no he podido asistir a todas las conferencias, sencillamente porque no todas me interesaban. Tal vez porque la mayoría de escritores extranjeros eran para mí, desconocidos. Exceptuando a Mempo Giardinelli y Carlos Monsiváis. La Feria del Libro, antes del disfrute de los lectores, es un evento económico y comercial que trae el velo de la cultura; es un negocio, como lo es la literatura actual, y eso no hay que olvidarlo. En ese sentido no es extraño que las casas editoriales quieran mostrar a sus “vedettes” y que más de un escritor local aproveche la ocasión para robarse algún flash, previa reventada de cohetes. Pero de esto y más, como los trabajos ad honoren de los mismos, ya lo ha dicho muy bien Abelardo Oquendo en su columna de La República el día de hoy, y por eso, sigamos recorriendo la Feria, como quien se introduce en un mercado de frutas, buscando ya no la mejor manzana, sino, la que se ajuste a la billetera.
Compras. A pesar de que los auditorios estaban agolpados de gente durante las presentaciones, la mayoría acude a La Feria con la idea de comprarse algo para leer. ¿Libros baratos?, claro que los había, pero ediciones de segunda mano o algunos clásicos que ahora son como somníferos. Salvo el stand de Océano, con ediciones de Anagrama en oferta, pero no mis engreídos. Había que buscar, preguntar, reírse con las vendedoras y poder llevarse algo para curar el ego. Finalmente, previo regateo, compré cinco libros: “Querida Sarah Bernhardt” de Françoise Sagan, “Rey, Dama, Valet” de Navokov, “El Fin de Alice” de A. M. Homes (una tía rayadísima), “Los Siete Locos” de Roberto Arlt y por recomendación de mi amigo, el plumífero Leonardo Aguirre, “La Disciplina de la Vanidad” de Iván Thays. Como verán, una vez con el ego a salvo, y siempre sabiendo que tengo más libros de los que puedo leer, me retiré contento, a mi refugio, a ordenarlos en la biblioteca, pensando que con ellos estaba canjeando algunas noches de juerga y quizás, alguna chompa para este invierno.
El principal atractivo, según la crítica especializada, son los invitados. Lo cual no es raro, con los precios casi imposibles de algunas –acaso las mejores– ediciones. Valgan verdades, no he podido asistir a todas las conferencias, sencillamente porque no todas me interesaban. Tal vez porque la mayoría de escritores extranjeros eran para mí, desconocidos. Exceptuando a Mempo Giardinelli y Carlos Monsiváis. La Feria del Libro, antes del disfrute de los lectores, es un evento económico y comercial que trae el velo de la cultura; es un negocio, como lo es la literatura actual, y eso no hay que olvidarlo. En ese sentido no es extraño que las casas editoriales quieran mostrar a sus “vedettes” y que más de un escritor local aproveche la ocasión para robarse algún flash, previa reventada de cohetes. Pero de esto y más, como los trabajos ad honoren de los mismos, ya lo ha dicho muy bien Abelardo Oquendo en su columna de La República el día de hoy, y por eso, sigamos recorriendo la Feria, como quien se introduce en un mercado de frutas, buscando ya no la mejor manzana, sino, la que se ajuste a la billetera.
Compras. A pesar de que los auditorios estaban agolpados de gente durante las presentaciones, la mayoría acude a La Feria con la idea de comprarse algo para leer. ¿Libros baratos?, claro que los había, pero ediciones de segunda mano o algunos clásicos que ahora son como somníferos. Salvo el stand de Océano, con ediciones de Anagrama en oferta, pero no mis engreídos. Había que buscar, preguntar, reírse con las vendedoras y poder llevarse algo para curar el ego. Finalmente, previo regateo, compré cinco libros: “Querida Sarah Bernhardt” de Françoise Sagan, “Rey, Dama, Valet” de Navokov, “El Fin de Alice” de A. M. Homes (una tía rayadísima), “Los Siete Locos” de Roberto Arlt y por recomendación de mi amigo, el plumífero Leonardo Aguirre, “La Disciplina de la Vanidad” de Iván Thays. Como verán, una vez con el ego a salvo, y siempre sabiendo que tengo más libros de los que puedo leer, me retiré contento, a mi refugio, a ordenarlos en la biblioteca, pensando que con ellos estaba canjeando algunas noches de juerga y quizás, alguna chompa para este invierno.